En la travesía constante del espíritu humano por la comprensión de su relación con lo trascendente, pocos textos han resonado con la persistencia y la profundidad de los Salmos. Más allá de ser meras composiciones poéticas o cantos litúrgicos, los salmos constituyen un cuerpo vivo de oración que, a través de milenios, ha servido como espejo de las más íntimas alegrías y las más desgarradoras angustias de la existencia. Para el lector contemporáneo, y en particular para aquellos en la madurez de la vida que buscan una renovación de su interioridad y una profundización en la oración, los salmos pueden presentarse inicialmente como un paisaje árido, sembrado de dificultades lingüísticas, culturales y teológicas [1]. Sin embargo, como el presente ensayo se propone desentrañar, valiéndose de la Diccionario de los Salmos de Jean-Pierre Prévost, estas supuestas barreras son, en realidad, portales hacia una riqueza inagotable, una escuela de oración y de autoconocimiento que la Iglesia ha heredado de Israel [2]. Este diccionario, más que un compendio de definiciones, es una llave maestra que revivifica la comprensión de "estos viejos textos inspirados" [2], invitándonos a una lectura investigativa y reflexiva, guiada por la sabiduría inherente a su vocabulario, una danza entre lo filosófico y lo práctico.
La primera aproximación a los salmos puede generar un sentimiento de extrañamiento generalizado [3]. La geografía bíblica, tan distante de nuestra urbanidad moderna, nos sumerge en parajes donde "los toros de Basán" y los "chacales del desierto" son metáforas palpables de amenazas o soledad [3]. El mundo cultual, con sus holocaustos, el "estiércol del ganado" y la "sangre de los toros", choca con la sensibilidad litúrgica actual, requiriendo un esfuerzo de espiritualización que, no obstante, disuelve la resonancia concreta que tales prácticas poseían para un judío de la época de Isaías [4]. Aún más desafiante es la imagen de Dios que emerge en ciertos pasajes: un "Dios guerrero, violento y vengador", cuyos "atributos guerreros" contrastan abruptamente con las "consignas evangélicas" de misericordia y amor a los enemigos [5]. Este foso aparente exige una "ascesis" por parte del creyente, una "superación de sus límites" para alcanzar una "oración propiamente cristiana" [6]. Es en esta tensión donde la obra de Prévost se vuelve indispensable, al demostrar que estas dificultades no son obstáculos insalvables, sino invitaciones a una comprensión más matizada y profunda.
La genialidad del vocabulario sálmico reside, en primer lugar, en su carácter repetitivo [7]. Lejos de ser una deficiencia, esta iteración constante de palabras-clave nos enseña que "para la oración no hay que buscar la novedad o la elegancia de las palabras, sino la verdad de una relación personal" [7]. Las palabras, pues, se convierten en un "trampolín para una relación vital" [7]. La lengua original de los salmos, el hebreo, añade una capa de complejidad y riqueza, siendo sumamente compacta y procediendo por "oposiciones fuertemente contrastadas" [8]. Un ejemplo revelador es la polisemia de una misma palabra hebrea, como Hesed (חֶסֶד), que puede traducirse como "amor, bondad, cariño, lealtad, fidelidad" [9]. Hesed no es meramente un sentimiento abstracto; es un término arraigado en el "lenguaje típico de la alianza" [10], que "subraya la lealtad, la fidelidad a una alianza" y se manifiesta en "un gesto concreto de asistencia" [10]. La Hesed divina es incomparable en su "abundancia y plenitud" [11], y se complementa con la "misericordia" y la "verdad" [12], revelando a un Dios "clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad" [11]. La reciprocidad de Hesed se halla en el adjetivo Hasid (חָסִיד), aquel que experimenta y responde a la fidelidad de Dios [13].
Profundizando en este vocabulario, descubrimos una antropología bíblica que disuelve las dualidades occidentales. La palabra Alma (Nephesh - נֶפֶשׁ), por ejemplo, no es, como en la filosofía griega, una entidad inmaterial separada del cuerpo [14]. Para el salmista, la nephesh es el ser humano en su totalidad, en su concreción física (garganta, lugar de hambre y sed) [15], y como "ser de deseos" [16]. Cuando el salmista eleva su alma a Dios, lo que hace es colocar toda su existencia en presencia divina [16]. Es el lugar de las emociones, sí, pero siempre integradas en la plenitud del ser [17]. Así, "Mi carne tiene ansia de ti" [18] ilustra esta dimensión física de la oración, una oración que asume y no reniega del cuerpo [19]. La Carne (Basar - בָּשָׂר), lejos de ser una prisión o algo sospechoso, representa la finitud y vulnerabilidad humana, una realidad que se asume "gozosamente" y que, paradójicamente, recuerda a Dios nuestra condición para que nos perdone [20]. Es crucial entender que, en la visión bíblica, "el alma no es (como pensaba Platón) prisionera del cuerpo. El cuerpo, la carne, somos nosotros mismos" [21]. Esta integración es un pilar de la "mirada viva sobre el ser humano" de los salmos [22]. El Corazón (Leb - לֵב), por su parte, es el centro no solo de las emociones, sino también de la inteligencia, los pensamientos, los proyectos y las decisiones [23]. El corazón, en su rectitud, es fuente de justicia y de la voluntad creadora [24]. La íntima conexión entre los "ojos y el corazón" revela la unidad de la persona, donde la mirada "traiciona lo que hay en el corazón" [25].
La Confianza (Batah - בָּטַח), para los salmistas, es una fe-confianza en una persona, no una adhesión a dogmas abstractos [26]. Esta confianza se dirige primordialmente a Dios, pues la "ayuda del hombre es inútil" [27], y es "mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres" [28]. Es la "seguridad" que se experimenta en la paz divina [28]. Asimismo, la Gloria (Kabod - כָּבוֹד), que etimológicamente significa "peso, densidad", no es una reputación externa, sino la irradiación de la densidad interior de Dios, su manifestación y presencia en el mundo [29, 30]. "El cielo proclama la gloria de Dios" [30], invitando a Israel a reconocer su importancia y abrirse a su presencia [31]. La Misericordia (Rahamim - רַחֲמִים), ligada al "seno materno" (reHem - רֶחֶם), revela un rostro materno de Dios, su "cualidad fundamental" y el signo primordial de su amor, una fuerza recreativa del perdón que inspira súplicas sinceras [32-34].
La Oración (Tefillá - תְּפִלָּה) en los salmos no es una teoría, sino una práctica vibrante y dialógica [35, 36]. Es un "grito", una "queja", una "súplica", un "canto", una "instrucción" [37], que abarca desde la desesperación hasta la fiesta [35]. La oración sálmica se caracteriza por ser un diálogo incesante [36], donde los creyentes hablan a Dios con la convicción de que Él "escucha y tiene en cuenta lo que se le dice" [36]. Este carácter dialógico se opone a la tentación moderna de convertir nuestras oraciones en monólogos [38], recordándonos que lo crucial es "vivir, poner en práctica, lo que Dios viene a decirnos cada vez que le hablamos" [38]. Los salmos son intrínsecamente musicales, siendo el título más frecuente, Mizmor (מִזְמוֹר), derivado de una raíz que significa "poner música" o "cantar" [39]. Ignorar esta dimensión musical es "cortarles una dimensión esencial", privándolos de su ritmo y vida [40]. El lenguaje de los salmos es, a pesar de su profundidad, sorprendentemente sencillo [41], extraído de la vida corriente y exento de artificios, lo que facilita la conexión y la verdad de la relación interpersonal [42].
Finalmente, los salmos no rehúyen la realidad del conflicto y la violencia en el mundo y en el propio corazón humano [43]. Lejos de canonizar la violencia, expresan una "indignación totalmente normal ante las situaciones de injusticia" [44], invitando a la reflexión personal sobre nuestra propia "parte de violencia" y el desafío del perdón [45]. En esta compleja trama de emociones y realidades, la oración de los salmos se resume en dos gritos esenciales: "¡Ayúdame!" y "¡Aleluya!" [46]. El primero representa la súplica urgente del que sufre y la solidaridad con el dolor del mundo [47]. El segundo, "¡Aleluya!", un grito de "alabanza" desconocido en otros libros bíblicos, define el clima último de la oración, la vocación final de toda la creación, una conclusión en crescendo donde "todo ser que alienta alabe al Señor" [48]. Este movimiento pendular entre la necesidad y la celebración es la esencia misma de la oración sálmica.
La figura de David (דָּוִיד) es central en la comprensión de los salmos [49]. Aunque la atribución directa de la autoría a David en los subtítulos es ambivalente y muchos salmos reflejan una fecha post-exílica [50, 51], su "papel histórico real" en el desarrollo litúrgico es innegable [50]. Más allá de la autoría, David se erige como un símbolo teológico: el "pecador perdonado" que asume su responsabilidad y se descubre "creación nueva" [52], así como una figura mesiánica, heredero de la promesa divina [53]. Este análisis histórico-crítico, lejos de disminuir la relevancia de los salmos, la contextualiza y enriquece, demostrando cómo estas composiciones, fruto de casi un milenio de historia [54], se convirtieron en la "condensación teológica y espiritual del Antiguo Testamento" [54].
Los nombres de Dios en los salmos revelan la multifacética naturaleza del Divino [55]. Yahvé (יַהְוֶה), el nombre más frecuente, representa al "Dios personal revelado a Moisés" [56], el Dios grande, único y bueno, cuyo nombre "tiene... la importancia que tendrá el nombre de Padre en la oración de Jesús y de los cristianos" [57, 58]. 'El (אֵל), un nombre antiguo semita, subraya su "poderoso" ser [59], mientras que la forma plural 'Elohim (אֱלֹהִים) se entiende como un "plural de plenitud o de excelencia" [60]. 'Adonai (אֲדֹנָי) evoca la relación de amo y siervo, pero en un contexto de pertenencia completa, no de distancia infranqueable [61, 62]. 'Elyon (עֶלְיוֹן), "el Elevado, el Altísimo", celebra la realeza universal de Yahvé, dominando "sobre todos los dioses" [63]. Finalmente, Shaddai (שַׁדַּי), el arcaico "Poderoso", sugiere una divinidad de las montañas, un refugio inexpugnable [64]. Esta riqueza de nombres no solo define a Dios, sino que también revela las diversas formas en que Israel experimentó y se relacionó con lo sagrado.
En suma, el Diccionario de los Salmos de Jean-Pierre Prévost no es solo una obra de consulta, sino una invitación a la transformación. Para los adultos mayores, que han vivido y orado, y quizás han sentido el peso de la "rutina" en su fe [65], esta obra ofrece una perspectiva renovada. Al desvelar la profunda antropología, el lenguaje simbólico y la dinámica dialógica de los salmos, Prévost nos enseña que las aparentes "dificultades" son, en realidad, los hilos que tejen la incomparable tapicería de una oración que integra lo humano y lo divino, lo terrenal y lo trascendente. Los salmos, lejos de ser reliquias de un pasado distante, son un espejo viviente donde podemos reconocer nuestras propias luchas y aspiraciones, y, al igual que los salmistas, lanzar nuestros gritos y nuestras alabanzas al Dios que escucha, que libera y que nos inunda de una misericordia inagotable. Es, en definitiva, un camino práctico para redescubrir la verdad de la oración y la felicidad de la cercanía con Dios, en todas las fases de la vida.