El Ocaso Dorado: Crónicas de la Inclusión Cuantificada
Ficción especulativa sobre políticas laborales en la era algorítmica
En el año 2145, mientras las naves autónomas surcaban los cielos de Quito y los algoritmos dictaban las políticas de los últimos estados-nación, la humanidad enfrentaba una paradoja: había vencido a la muerte prematura, pero no al desempleo después de los cuarenta. En este escenario, el Artículo 42.3 del Código del Trabajo Global emergió como un talismán legislativo, prometiendo redención laboral para los "veteranos de la cuarta década". Una promesa envuelta en ironías, como descubriría la Dra. Elara Voss, historiadora de las contradicciones humanas.
Acto I: El Espejismo de los Números
La reforma se anunció con fanfarrias holográficas: "¡El 4% de inclusión garantizada!". Los empleadores, convertidos en alquimistas modernos, aprendieron rápidamente a transformar porcentajes en pantomimas. Las corporaciones de NeoSilicon, por ejemplo, contrataban a un "cuarentón emblemático" —simbólico, solitario y siempre en la nómina más baja— mientras escondían a miles tras contratos basura digitales. "Cumplimos con el 4%", proclamaban sus avatares en las asambleas virtuales, mientras los trabajadores reales sobrevivían en granjas de datos, sus edades borradas por algoritmos.
El presidente de turno, un heredero genético de Noboa, había vetado la ley tachándola de "discriminatoria hacia los jóvenes inmortalizados". Pero el Parlamento, en un último acto de teatro democrático, la ratificó con votos de bancadas olvidadizas de su propia obsolescencia programada. La asambleísta Johanna Ortiz, ahora un holograma en el Museo de las Revoluciones Ciudadanas, sonreía desde los archivos: "La equidad no es una opción, es un algoritmo".
Acto II: Los Incentivos del Espejismo
El Estado premiaba a los empleadores con "estrellas de inclusión" —badges digitales para sus perfiles corporativos— y los listaba en el "Salón de la Eterna Productividad". Las empresas exhibían esos galardones junto a eslóganes como "40+: Experiencia en la Sangre, Juventud en el Chip". Mientras, los programas de capacitación contra el acoso etario se reducían a simulaciones de realidad virtual donde los avatares repetían: "La edad es un constructo, como el tiempo mismo". Diez horas de entrenamiento, decían las normas. Diez minutos, ejecutaban los empleadores.
En las universidades, los profesores centenarios —aquellos que sobrevivieron a la prohibición de jubilaciones obligatorias— dictaban clases a aulas vacías, sus voces transmitidas por IA mientras sus cuerpos se oxidaban en cápsulas de preservación. "Estudien la discriminación laboral", susurraban sus mentes cargadas de décadas, mientras los estudiantes descargaban sus conciencias en la nube.
Acto III: El Precio de la Inmortalidad Laboral
Las sanciones, fijadas en dólares digitales de antaño, eran migajas para los gigantes corporativos. Pagar 20 USD diarios por incumplir la cuota era más barato que contratar a un humano mayor. "Es un impuesto a la eficiencia", declaró un CEO androide en el Foro Económico Intergaláctico, mientras su contabilidad creativa escondía legiones de desempleados cuarentónicos tras filigranas legales.
Los trabajadores, por su parte, aprendieron a falsificar sus edades en biomarcadores, rejuveneciéndose en clínicas clandestinas para competir con los "millennials eternos". La paradoja era deliciosa: el Estado los obligaba a envejecer para ser contratados, pero el mercado los empujaba a rejuvenecer para ser visibles.
Epílogo: La Conferencia del Crepúsculo
La Dra. Voss cerró su ponencia en el Congreso Académico de Sociología Distópica con una sonrisa irónica: "El Artículo 42.3 no fue una ley, sino un espejo. Nos mostró que podíamos cuantificar la inclusión, pero no domesticar el desprecio por lo que envejece. Legislaron porcentajes, olvidando que la dignidad no cabe en una fórmula".
En la sala, los académicos más jóvenes —todos bajo cuarenta— aplaudieron cortésmente. Los mayores, aquellos que aún tenían permiso para enseñar, susurraron entre sí: "¿Y ahora? ¿Legislaremos el 5%?".
Mientras tanto, en las afueras del centro de convenciones, un grupo de cuarentónicos protestaba con pancartas que brillaban en la oscuridad: "No somos un porcentaje. Somos los que recordamos cuando las leyes tenían alma".
Nota Crítica
Esta fábula futurista no es una profecía, sino un reflejo deformado de nuestro presente. La inclusión laboral por decreto, sin desmantelar los sesgos estructurales, reduce a las personas a cifras en una planilla. ¿De qué sirve un 4% si se perpetúa la lógica de que la experiencia es una concesión, no un derecho? La verdadera reforma no está en los artículos, sino en derribar el altar de la productividad juvenilista. Como diría la Dra. Voss: "Las leyes pueden obligar a contratar, pero solo la cultura puede hacer que valoremos".